Cierro los ojos y, al volver a la Escuela, me siento en casa. Una casa en la que conocían nuestro nombre y apellidos, nos trataban desde la cercanía, nos guiaban y apoyaban en el camino, nos ayudaban a dejar florecer la vocación que llevábamos dentro. Vuelvo a las risas en los pasillos entre clases, a las horas de trabajos en grupo, a las oraciones de Champagnat, a los nervios de los exámenes y a esa preciosa graduación en la que entendí que, al final, ¡era maestra!